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México

No es El Darién: la CDMX, el refugio de los migrantes sudamericanos

Llegar a la Ciudad de México, puede ser para muchos migrantes un 'respiro' en medio del caos que han vivido para llegar a Estados Unidos. Así es como lo viven muchos.

No es El Darién: la CDMX, el refugio de los migrantes sudamericanos

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Por: David Ramos

CIUDAD DE MÉXICO.- El viento sopla. Las densas nubes grises cubren el cielo como un manto celestial. Los pasos de los comerciantes se aceleran al ritmo de las gotas que caen sobre las lonas que protegen su mercancía. Viene la lluvia.

La mayoría de los cargadores avanzan endemoniados con sus diablitos, sin importar quién se atraviese. Ni siquiera Dios los podría detener. De alguna forma, buscan proteger su cosecha en el refugio más cercano. La CDMX, en sí, se ha vuelto su refugio...

Van prendas, aparatos electrónicos, peluches, joyería de fantasía y cualquier cantidad de cosas que se pueden encontrar en el enorme tianguis de la Lagunilla y Tepito, que tiene como uno de sus ejes principales a la calle República de Argentina. Los compradores comienzan a salir de ahí una vez que entienden que el diluvio es inminente, no así los trabajadores. Menos aún los que son migrantes sudamericanos.

Esos empleados extranjeros no pierden la calma y siguen con normalidad, se podría decir que hasta disfrutan el agua. Ríen, se sacuden y se detienen a pensar. Ahora ya no están en El Darién, buscando en dónde cubrirse de la lluvia en medio de ese vacío que está entre la nada y la incertidumbre...


La Lagunilla y Tepito, antiguos barrios comerciales de la CDMX

La naturaleza comercial de esta zona de la Ciudad de México es bien conocida. Por décadas, ha visto nacer, crecer y morir a generaciones enteras que aprovecharon la ubicación estratégica para vender productos, conseguir algo de dinero y llevar comida a sus hogares.

Aún quedan vestigios de antiguos negocios de reparación de calzado, relojes y máquinas de coser que se mantienen en la penumbra porque el sol es tapado gradualmente con otro tipo de infraestructura y arquitectura, muy característica de los ‘chinatown’ de las grandes capitales del mundo. Nuevos inversionistas.

Un reporte de 2024 de la Cámara Nacional de Comercio de la Ciudad de México (Canaco) estima que la llegada, venta y distribución de productos chinos provoca una pérdida de alrededor de 65 mil millones de pesos a comercios establecidos, ahí se entiende mejor la magnitud de una operación que requiere peones de toda clase.

Varios de esos empleadores asiáticos son los que ocupan mano de obra barata y, sobretodo, en la informalidad, una oportunidad perfecta para los caribeños y sudamericanos que deben esperar en México su cita para conseguir una visa humanitaria y así entrar legalmente a Estados Unidos. Es el último escalón. Estar aquí ya es un milagro.

No obstante, el sacrificio es bastante significativo. Entre empleos de vendedores, cargadores, vigilantes e incluso albañiles, los salarios rondan los 1,500 y 1,800 pesos semanales, por lo que no sorprende que los extranjeros busquen formas de ahorrar dinero comprando solo lo estrictamente necesario o compartiendo habitaciones con otros, a pesar del riesgo que eso representa.

Entre las empresas de los asiáticos, principalmente chinos, y los tradicionales puestos callejeros del gran tianguis, se encuentra la piratería, es decir, réplicas de productos originales que son ofertados como tal a un precio asequible: latas de cerveza por 10 pesos, la playera que la Selección Mexicana usó en el Mundial de Francia 1998 por 350 pesos, peluches de personajes animados desde 50 pesos, calzado por 200 pesos, armas reales y chalecos antibalas por diversas cantidades. Ahí están los migrantes. Van y vienen, como hojas secas que se lleva el otoño.


Ellos no lo saben, pero en donde están parados ahora, también hubo catástrofe: una aeronave de la Escuela de Aviación que se incendió en 1920, murieron cuatro tripulantes y hubo otros tantos curiosos que se quemaron con la explosión del tanque de combustible.

Por estas calles la gente caminó hacia su pulquería favorita tras una larga jornada laboral. Hubo burdeles, casas de prostitución, hogares de personajes célebres como Leona Vicario, así como una cantidad incalculable de asesinatos que se remontan a la época colonial.

Actualmente, se puede confirmar que se vende prácticamente cualquier cosa en un radio de menos de 10 kilómetros, además, se vislumbran venezolanos, colombianos, haitianos y dominicanos atendiendo los negocios. Algunos ya han emprendido los suyos e incluso tomaron el reto de adoptar la comida mexicana para vender. Han superado cosas peores.

En donde pisan, ya se contaron decenas de historias de amantes, traiciones y sueños. Ahora es su turno. Éste es su hogar transitorio. Han superado la oscuridad y la luz se asoma de este lado del planeta.

 ¿Qué es la selva del Darién y por qué deben cruzarla los migrantes?

La selva del Darién comprende una enorme extensión de territorio que, en esencia, une al sur con el centro de América, específicamente entre Panamá y Colombia. Es un largo camino que miles de migrantes sudamericanos deciden cruzar para llegar hasta México y, eventualmente, a EU. Un laberinto con trampas mortales que van desde los indios criminales, hasta los animales salvajes y un par de fenómenos paranormales.

Si se emprende la travesía desde Caracas, Venezuela, es necesario hacer al menos dos paradas: en Necoclí, un pueblo costero de Antioquia, y justo a las afueras del Darién. Ahí, los ‘coyotes’ reúnen entre 700 y 800 personas previamente identificadas con una estampilla. Se trata de un enorme campamento con carpas que no está lejos de un centro de venta de comida, ropa y artículos electrónicos. Es como el enorme tianguis de la Lagunilla y Tepito, pero sin electricidad, ni certidumbre. Los hot dogs valen dos dólares, las bebidas isotónicas cuatro dólares y las botas para la selva 10 dólares.

Ese calzado evita resbalones y tropiezos en las montañas. Ahí mueren muchos con su sueño. Cuando las lluvias azotan, hay que pasar los ríos con cuerdas. Se quedan otros más. Algunos resisten solo un par de horas entre la maleza. Hay quien abandona a sus hijos y mujeres que dan a luz para luego fallecer desangradas. La mente juega chueco.

Tal vez por eso los migrantes que llegan a la CDMX y trabajan en los tianguis no pierden el control cuando comienza la lluvia. Evaden a los peatones con importantes cargas de mercancía sin perder la calma. Ya no huyen de los indios que los persiguen con rifles. Tampoco de los policías guatemaltecos que quieren violar a sus mujeres e hijas.


Allá, lejos, en el Darién, las paradas obligatorias en campamentos son necesarias para compensar el sueño. Si alguien no tiene casa de campaña, entonces se acomodan en una, aunque duerman sentados. Por eso, tampoco les importa compartir habitaciones en los hoteles de paso que existen en el centro histórico de la Ciudad de México. Aquí ya no se escuchan monos aulladores en la madrugada, ni rumores desconocidos. Aquí hay agua purificada y no se debe poner una extraña pastilla en agua de río.

Algunos migrantes que caminan entre las calles de nuestra capital van con sandalias, en un intento por recuperarse de los kilómetros recorridos, de curar las uñas que ya no están y de relajar los pies. De ese modo, se les puede identificar, sin necesidad de escuchar su marcado acento. Caminan con calma. Sonríen.

En una combinación de factores medianamente positivos, los más afortunados completan el camino hasta México en siete semanas. Eso si se evade con habilidad a los halcones que trabajan para los criminales, a los cocodrilos que acechan las piraguas en Panamá, a los agentes de migración racistas en Centroamérica y a la inacabable burocracia mexicana.

El dinero va dentro de la pasta de dientes para que no sea encontrado. La confianza en una caja fuerte dentro del corazón. Hay que reprimirla. Camionetas, autobuses, motos. Caminatas, balsas y taxis. Como decía Joan Sebastian: se deben cruzar montes, ríos y valles.

 La CDMX no es el Darién, lo peor casi ha pasado

La rutina en la Ciudad de México es diferente. Después de atravesar ese huracán de maldad, muchos migrantes deciden trabajar en el tianguis de Lagunilla y Tepito. Cuando terminan, algunos van a la tienda de autoservicio más barata, otros prefieren jugar futbol en las calles o sentarse afuera de sus viviendas para conversar y ver pasar el tiempo mientras llega la anhelada cita.

Existen mexicanos que ayudan con ese trámite, pero es difícil encontrar a uno que no estafe. Lo mejor es reunir a un grupo de interesados, comprar un celular y hacer el registro desde ahí con la ayuda de los que ya tienen experiencia. Solo queda ser paciente porque si se oprime el botón incorrecto, volveremos al final de la fila. El correo, tarde o temprano, llegará.

Hasta entonces, es momento de aprender a comer chile, tomar micheladas y usar el lenguaje coloquial para evitar albures o malentendidos. Los hoteles de paso entre las calles República de Bolivia y Belisario Domínguez del Centro Histórico arropan a grupos de hasta cuatro personas en una habitación por un precio promedio de 400 pesos la noche, es decir, cada uno paga cerca de 700 pesos semanales, aunque se deba prescindir de un par de servicios.

Da la sospecha de que a veces salen a sentarse en las banquetas por el insoportable olor de esos lugares; una combinación de alfombras y paredes húmedas con cigarro y detergente económico, tal vez clarasol de 5 pesos el litro. Huele a un burdel barato. No podemos descartar que en la época antigua lo fue.

Alguno cuenta que su amigo epiléptico casi se muere en el Metro de la línea B. Le dio un ataque, pero no caía al piso de lo apretados que iban y, al final, lo salvaron unos policías porque atendieron al llamado de la palanca de emergencia. Otro piensa en unos tenis de futbol para unirse al equipo del barrio, pero eso le quitaría una buena parte de su salario. Hay quien sueña con volver a ver a sus padres después de triunfar en Estados Unidos, construirles una casa y volver a poner un negocio. No es imposible.

El Darién luce tan lejano. Los gritos de los que se perdían en la selva comienzan a correr con el viento. El recuerdo de un sacerdote fantasma que los bendijo en la selva se diluye de a poco. De alguna forma, son como la gente que huyó de la violencia en Tayikistán, a la contaminación de Chernóbil hace varias décadas. Hay cosas peores. Siempre.

Los que se enamoran, ya no se van de aquí. Encuentran su hogar y un lugar permanente para vivir. Los que persisten en alcanzar al país del norte por medio de diferentes cruces una vez autorizada la Visa, se van en autobuses económicos que salen de entre las calles República de Perú y República de Bolivia. Qué ironía, recordar a sus países en los últimos instantes en la CDMX. Luego, rezan. Oran para no quedarse en las orillas de la meta.


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